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martes, 26 de marzo de 2013






La presentí de repente. Noté su aroma envolviéndome, la miré y no comprendí como podía haber sido invisible para mi, durante toda la tarde.
Me acerqué y hablamos, de todo y de nada. Una conversación sin principio ni fin, con el único propósito de permitir hablar a nuestros cuerpos.
Nos amamos aquella noche en mi cama y muchas otras a partir de entonces.
Mi vida empezaba cada mañana y se paraba al final de la tarde, cuando ella llegaba y se quedaba hasta que nuestros cuerpos se rendían. Dejaba su olor en la casa, en mi cama , en la escalera.
Fueron tardes y noches de sonidos sin palabras, de querer desaparecer en ella, de no conocer su nombre y de despertar solo.
Una tarde ella no vino. Yo llevaba todo el día acatarrado, congestionado y embotado. Pasaron las horas y empecé a pensarla. No fui capaz de verla, como no lo fui al principio. Solo el olor de su piel parecía concretar su presencia. Ese olor dulce y salado, a madera y rocío, a vainilla y a olas.
Desde entonces la busco incansable entre ellas. Busco sus ojos asomados de césped, entre ojos de cielo y tierra. Busco la curva de su cadera del tamaño de mis besos, en caderas de llanuras y cordilleras. Busco su pelo ondulado donde buceaba a veces y me enredo en bosques de algas.
Busco su aroma...
Estoy harto de mujeres que huelen a gofre.










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