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viernes, 15 de noviembre de 2013







Escribí la carta aporreando las teclas con tanta fuerza que desplazaba el teclado. Las palabras salían fácil, con esa bilis acumulada que teñía mi piel y amargaba mis días. Le conté cuanto le había amado y como mi vida se desmoronaba desde que se fue. Le recordé los días de caricias en la playa y de piel salada. Esos años sin invierno, noches de vino y de recorrer los dibujos en nuestras pieles. Le pregunté por qué me quitó la libertad, por qué me creó en las promesas, en los planes de futuros perfectos, por qué me destruyó con sus silencios. Por qué se fue con ella, la que presentí en mis sábanas.
Le conté, lloré, vomité recuerdos tan imborrables que parecían grapados en la piel. Respuestas sabidas de antemano, antes incluso de formular la pregunta.
Cuando terminé me dolía dentro, en el estómago, en los pulmones. Me dolían los dedos y los ojos. Me dolía andar, respirar, me dolía la vida.
Doblé las hojas y las metí en un sobre. Escribí su nombre despacio, dibujando cada letra, puse la dirección, pegué los sellos y salí a la calle.
La prisa había desaparecido, caminé despacio. 
En el mismo momento en que la carta atravesó la ranura del buzón, supe que le había inventado.

                                  Se lleva perder, está de moda.








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