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viernes, 22 de febrero de 2013





Hacia calor en la habitación. El ventilador del techo giraba lentamente, como si el aire pesara demasiado. Aire húmedo y cálido del monzón, con un olor acre, que se agarraba a la garganta, era como respirar en una pecera sucia. Aire cargado del sudor generado por sus cuerpos, sudor que pegaba su piel a las sábanas amarillas, arrugadas y acartonadas. Seguían sudando incluso ahora que yacían inmóviles. Sobre todo él, su enorme cuerpo que parecía de plomo, que minutos antes parecía una vieja máquina desengrasada. Jadeando desacompasadamente, con su cara purpura, sus grandes manos de dedos gordos sobandola. Se levantó de la cama y caminó despacio hasta el baño. Entró en la bañera desconchada y dejó que el agua corriera por su cuerpo. Miró sus pequeños pies de niña. Se vistió sin secarse, no merecía la pena, fuera llovía como si se fuese a acabar el mundo. Al salir del baño, se miró en el espejo, en su cuello empezaban a notarse unos círculos morados. Salió a la habitación, cogió los arrugados billetes que había en la mesilla y salió sin dirigir ni una mirada a la enorme mole que roncaba en la cama.




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